El LIBRERO MALAYO.
por Bruto
No es que en mi departamento predominara una tendencia decorativa minimalista que hiciera ver al librero malayo ridículo o fuera de lugar.
Antes de la llegada del librero malayo, mi departamento era una acumulación más bien caótica de objetos. Las cosas entraban en él al ritmo contagioso de ofertas y liquidaciones. La falta de coherencia, que caracterizaba la decoración de mi departamento, estaba en sintonía con el ruido del tráfico que entraba por las ventanas; y eran un buen fondo para mis pensamientos que no paraban de saltar de una cosa a otra.
Distribuidos por las habitaciones se podían encontrar objetos determinados por el espacio. Eran muebles eficientes adquiridos después de una decisión adulta. Pensaba: “Aquí llora una lámpara de pie”. Y luego la orden era cumplida como corresponde en la microeconomía centralizada del hombre solo. Otras cosas estaban donde estaban sólo porque tenían que ocupar un lugar en el espacio. Con estos objetos uno siempre chocaba o se tropezaba; eran los primeros en ser arrojados o regalados. A menos que, inesperadamente, encontraran un lugar cambiando de vocación: un artículo inútil, si era cóncavo, podía devenir en cenicero y si era más grande en macetero.
El librero malayo no correspondía a ninguna de las dos clasificaciones. No fue una compra meditada. Lo adquirí impulsivamente producto de una inexplicable atracción a primera vista y del accesible precio. Y evidentemente no era un estorbo. Aún así no acababa de amoldarse a mi departamento. Lo ubiqué en distintos lugares. Obligando, por su tamaño, a cambiar todos los otros muebles de posición. Cada intento implicaba una penosa mudanza circular. Tal vez, descontando la cama, el librero malayo es el mueble más grande que he comprado. El problema no era mi nueva adquisición. Los mismos objetos que antes encontraba cómodos o incluso bonitos, cerca del librero parecían oscuros y sin gracia. Fríos.
Un día pensé: ¿no será un problema de falta de ambientación?
Lo primero que hice fue cambiar las cortinas de tela celeste por unas de estera, de fibra vegetal. La luz, tamizada por mis nuevas cortinas, alumbró como se debe, de la forma correcta y usual, al librero malayo. Porque no es difícil imaginar cómo debe ser la luz dentro de una casa malaya. Hace tanto calor allá afuera; cuando no llueve; cuando no es la época del monzón. Que las casas son necesariamente oscuras para neutralizar la inclemente luz tropical malaya. Los rayos del sol son tan fuertes que algunos atraviesan todos los impedimentos: tablas, calaminas, trozos de plásticos, entramados de hojas y bambú; para iluminar suave y sutilmente el interior de la vivienda malaya. De esa forma el malayo revive, en su casa, la experiencia ancestral de la selva. Porque en el bosque tropical, la enmarañada vegetación sólo permite que delgadísimos hilos de luz lleguen hasta el suelo.
Como no es suficiente la penumbra para evitar el calor, compré un ventilador de techo. No me sorprendió cuando noté, al armarlo, que el objeto tenía impreso la leyenda Made in Malaysia. El librero malayo, las cortinas de fibra vegetal, y luego el ventilador de techo, crearon lazos invisibles. Hablaban, por así decirlo, un lenguaje común. Después me enteraría que en este país conviven pueblos diversos –el malayo, el chino y el indio- cada uno con su propia religión y lengua. Con sabiduría estos pueblos han distribuidos sus colores en funciones distintas y complementarias: el pueblo malayo se encarga de la administración pública, el ejército y la agricultura; el chino del comercio y la industria; el indio trabaja en las plantaciones de caucho y ejerce las profesiones liberales.
Me deshice del comedor de pino oregón y lo reemplacé por uno de bambú. Los pesados sillones de felpa color café del living los cambié por unos aéreos sofás de ratán. El Kelim afgano con sus tonos desérticos y su olor a dátiles dio paso a una fresca alfombra de sisal. Saqué una pintura abstracta y en su lugar puse unos dibujos chinos. La comida malaya me fascinó y a todo le empecé a echar curry. La mujer malaya es fina y delicada como todas las asiáticas. Un poco más morena que la mujer china, menos trabajadora, pero con más sentido del humor. Los insectos al comienzo fueron un problema serio: primero compré un repelente; después, un mosquitero...
Mi ritmo interior se ha vuelto más apacible. Mi cabeza no anda llena de ideas inútiles; paso más tiempo aquí y ahora. Me gusta salir a caminar cuando llueve; ver a los niños malayos chapotear en los charcos. Abrirme paso entre los puestos de los vendedores ambulantes y mezclarme con la gente. Y si no es uno de esos días de fiesta en los que se pueden ver bailar a coloridos dragones y leones chinos o admirar terribles dioses hindúes encabezando una procesión, regreso por el mercado para hacer las compras del almuerzo.